domingo, 6 de noviembre de 2011

La muerte para empezar

"Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía que morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación contigua mis padres charlaban sin estridencias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!, ¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal.
A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden pasar a los mayores: repentinamente se me reveló la primera gran cosa importante -de hecho, la más importante de todas que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente dentro de muchos, muchísimos años, después de que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me di cuenta entonces de que cuando llegase mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la verdadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de la que todas las demás muertes no serían más que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el darme cuenta de que iba a morirme -yo, yo mismo- también parte de la propia muerte, esa cosa tan importante que, a pesar de ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí mismo y a nadie más?
Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por fin empecé a pensar. Es decir, cuando comprendí la diferencia entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un pensamiento verdaderamente mío un pensamiento que me comprometiera personalmente, no un pensamiento alquilado o prestado como la bicicleta que te dejan para dar un paseo. Un pensamiento que se apoderaba de mí mucho más de lo que yo podía apoderarme de él. Un pensamiento del que no podía subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con el que no sabía qué hacer pero que resultaba evidente que me urgía a hacer algo, porque no era posible pasarlo por alto. Aunque todavía conservaba sin crítica las creencias religiosas de mi educación piadosa, no me parecieron ni por un momento alivios de la certeza de la muerte. Uno o dos años antes había visto ya mi primer cadáver, por sorpresa (¡y qué sorpresa!): un hermano lego recién fallecido expuesto en el atrio de la iglesia de los jesuitas de la calle Garibay de San Sebastián, donde mi familia y yo oíamos la misa dominical. Parecía una estatua cerúlea, como los Cristos yacentes que había visto en algunos altares, pero con la di-ferencia de que yo sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al cielo», me dijo mi madre, algo incómoda por un espectáculo que sin duda me hubiese ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno, estará en el cielo, pero también está aquí, muerto. Lo que desde luego no está es vivo en ninguna parte. A lo mejor estar en el cielo es mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir se vive en este mundo, con un cuerpo que habla y anda, rodeado de gente como uno, no entre los espíritus... por estupendo que sea ser espíritu. Los espíritus también están muertos, también han tenido que padecer la muerte extraña y horrible, aún la padecen». Y así, a partir de la revelación de mi muerte impensable, empecé a pensar".
FERNANDO SAVATER: Las preguntas de la vida

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