sábado, 12 de noviembre de 2011

ELEGÍA

Según el diccionario de la lengua española, la muerte es la cesación o término de la vida, la separación del cuerpo y el alma. Pero de lo que no cabe duda es de que la muerte es algo inevitable; todos, tanto la que escribe esta disertación como los que la leen o escuchan seremos polvo algún día, porque polvo somos.
Sin embargo la muerte, a pesar de ser algo tan obvio y alcanzable, suscita algunos de los mayores interrogantes a los que se enfrenta el hombre: ¿Qué es la muerte? ¿Qué es la vida más que un camino hacia la muerte? ¿Qué hay más allá de la vida terrena?
Y aquí es cuando entra en juego la religión y el determinismo divino, porque ¿qué son las religiones sino una forma de explicar la vida, y la muerte? En todas la religiones hay un modo de entender la expiración, pero todas llegan a un punto común de descanso eterno, huida del sufrimiento de la vida, redención. Dejamos a lo divino la responsabilidad de aquello que no depende de nosotros, que no podemos controlar, pues mientras nosotros vivimos la muerte aún no ha llegado, y cuando llega ya no vivimos. Mas cuando no somos nosotros los que morimos, queremos pensar que los que sí lo han hecho están en algún sitio, pero en verdad no hay nadie más inmortal que el que es recordado. Y es que la inmortalidad es algo que a los vivos se nos escapa, aunque resulte paradójico. Ya Jorge Manrique en el S.XV propone la vida como un camino hacia la deseada inmortalidad, así como Unamuno, que en su famosa “nivola” escribe:
“Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto”.
Resulta curioso que, como dice Epicuro, la muerte no sea nada para nosotros, pero a la vez uno de nuestros mayores miedos, un obstáculo infranqueable que se opone a nuestra felicidad. Vivimos con miedo pensando en el miedo a no vivir, a la desaparición del “yo”, pero es una actitud para nada racional, ya que la muerte, tal y como religiosamente la entendemos, otorga una duración ilimitada a nuestra existencia. Por eso, el problema surge cuando no se confía en que haya nada más allá, cuando nos rendimos a la evidencia científica de que somos mortales, cuando vivimos ansiando la inmortalidad terrenal.
Y es que, como dijo Unamuno a Millán Astray, ¡viva la muerte! suena a lo mismo que ¡muera la vida!

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