Desde siempre, las personas nos hemos planteado
interrogantes que nos han surgido al ser una especie inteligente y con
conciencia. Uno de ellos, que lleva “dando la tabarra” cientos de años, es la
justicia. Es decir: qué es justo y qué no lo es. Pueden parecer unas cuestiones
muy simples cuando las aplicamos a ciertos aspectos de la vida en sociedad,
como por ejemplo el robo, el asesinato, la corrupción… Todos tenemos muy claro
que son delitos que dañan a la sociedad o a personas en concreto, y que por tanto
deben tener un castigo. Hasta ahí, bien. El problema llega cuando hay que
aplicar dicho castigo al infractor, porque, como todos también sabemos, no es
lo mismo robar que asesinar, y por tanto no se puede aplicar siempre la misma
condena. Normalmente, los crímenes que atentan directamente contra la vida de
las personas reciben un mayor castigo. Sin embargo, este castigo tampoco es el
mismo en todos los casos. El dilema está en qué grado de castigo aplicar según
el crimen y su repercusión. Y este grado ha ido variando, evolucionando con
nosotros y nuestra mentalidad a lo largo de nuestro millón y medio de años de
existencia.
Al principio de la especie, la ley vigente era la
más clara y dura que ha existido y existe, aún, en los animales: la famosa ley
del más fuerte. Es decir, el más poderoso se lo lleva todo, y el más débil
muere aplastado por él. Pero, ¿esto ocurría solo hace un millón y medio de
años? Mmm… Si comparamos esto con las empresas actuales, que funcionan con
tecnología punta y que son la cumbre del comercio actual, la verdad, me cuesta
mucho ver la diferencia.
Después de unos siglos de existencia, empezamos a
crear comunidades en las que, más o menos, se cooperaba. Entonces, nuestra
característica avaricia, (que ha perdurado a lo largo de los años, y que aún
sigue aquí con nosotros), despertó, y nos dimos cuenta de que no solo queríamos
nuestras tierras para nosotros, sino también las del vecino. Las guerras en las
que nos matábamos, y la destrucción que provocábamos, no nos hicieron entrar en
razón. Al contrario. Un sentimiento nuevo, surgido de lo más profundo de
nuestro ser racional, vio la luz, y con un éxito tan grande que dejaría marcado
el odio mutuo que sentimos los unos por los otros para siempre: la venganza. Si
tuviéramos que pensar y contar las muertes justificadas por esta razón… Creo
que nos daría para hacer varios libros, y bastante gorditos. Pero para poner un
poco de orden, alguien dijo:
“ Oye, en vez de matar a cuatro
cada vez que nos maten a uno, vamos a matar a uno solo, y así todo será más
justo”. La también famosa ley del “ojo por ojo, diente por diente”. Cuando hoy
día nos la planteamos, nos llevamos las manos a la cabeza, pero, oye, en aquel
tiempo tuvo un exitazo.
Habría que esperar otro puñado de siglos para que
surgiera un código, más menos justo, de leyes generales, y otro puñado para ver
un sistema en el que estas leyes funcionasen, en vez de entorpeciendo la vida,
haciéndola más fácil. Pero, a todo esto, ¿quién tiene derecho a crear una ley
que diga cómo debemos comportarnos? Porque, ¿quién es más dueño de nosotros que
nosotros mismos? ¿Quién puede decirnos qué nivel de libertad tenemos? Nadie,
desde luego, pero debemos entender que nuestra libertad no es ilimitada. Como
se suele decir, la libertad de uno acaba cuando empieza la del otro.
Si bien nuestro sistema de leyes no es ni mucho
menos perfecto, ya que se siguen dando, día a día robos, asesinatos y
corrupción, entre otros crímenes a los ya nos hemos acostumbrado, hay que mirar
el lado positivo: hemos avanzado muchísimo, tanto en leyes como en penas que
castiguen los delitos. Pero lo más importante, es que sigue habiendo gente que
se mueve por hacer la vida, (no solo la suya, ni la de sus seres queridos, sino
también la de toda la humanidad) más justa. Mejor ir poco a poco y con buen
paso.
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